¿Por qué va a utilizar nadie la moneda digital de un banco central?

Opinion piece (ESglobal)
24 June 2022

Los bancos centrales tienen prisa por empezar las pruebas de una moneda digital propia. Quizá parece una cosa emocionante. Pero seguramente no ofrecen a los usuarios casi ninguna ventaja de la que no disfruten ya.

Los consumidores están dejando de usar dinero en efectivo y pasándose a los pagos digitales, una tendencia a largo plazo que se aceleró de forma increíble durante la pandemia. A los bancos centrales les preocupan las consecuencias. ¿Dependen los consumidores demasiado de las redes de tarjetas estadounidenses, que hace poco han retirado sus servicios de Rusia y han demostrado así que los conflictos internacionales pueden llegar a involucrar incluso a los sistemas de pago privados? ¿Necesitamos sistemas alternativos para mejorar la capacidad de resistencia de la economía ante las interrupciones del sistema, las catástrofes naturales o los ciberataques? ¿Es importante que deje de existir una alternativa pública a los servicios de pago privados, como los pagos con tarjeta? Y los consumidores que valoran la privacidad que les da el dinero en efectivo ¿adoptarán alternativas más arriesgadas como el bitcoin o las monedas estables, algunas de las cuales, en los últimos tiempos, han resultado ser reservas de valor poco seguras?

Casi todos los bancos centrales del mundo, entre ellos los de la UE, el Reino Unido y EE UU, están estudiando la posibilidad de una moneda digital (Central Bank Digital Currencies, CBDC), por ejemplo el “euro digital”, como posible solución. Muchos ya están llevando a cabo proyectos piloto.

Una CBDC al por menor permitiría a los consumidores tener acceso a un dinero electrónico respaldado por el banco central. En la actualidad, solo los bancos comerciales tienen ese privilegio, con las reservas del banco central. Los particulares pueden tener dinero del banco central pero solo en forma física, es decir, en billetes y monedas. Cuando los particulares manejan fondos por vía electrónica, esos fondos no representan más que un derecho sobre el banco privado que administra la cuenta, no sobre el banco central.

Sin embargo, a los consumidores europeos de a pie esta revolución les puede parecer algo teórico. El sector bancario europeo es sólido y los depósitos están garantizados hasta un límite holgado. Los consumidores consideran, con bastante lógica, que los ahorros bancarios son tan seguros como el efectivo. Además, las CBDC probablemente se ofrecerían a través de los bancos privados y permitirían los pagos a través de una aplicación móvil, una tarjeta o un dispositivo similar. Por tanto, una CBDC se parecería bastante a cualquier cuenta bancaria actual. Ya existen opciones de ahorro respaldadas por el Estado a disposición de quienes las deseen.

Por consiguiente, no está nada claro que los consumidores y los minoristas vayan a preferir utilizar una CBDC en vez de servicios de pago privados como las tarjetas actuales. Algunos banqueros centrales dan a entender que el uso no es importante y alegan que basta con que exista la CBDC como “ancla” para dar a los consumidores la seguridad de que es posible retirar dinero del sistema bancario privado. Pero el dinero en efectivo sigue cumpliendo esa función y, si el problema es que cada vez hay menos consumidores y comerciantes que lo utilicen, entonces una CBDC solo sería una solución si tuviera un uso generalizado. Otros comentaristas presuponen que el mayor peligro es que la CBDC despierte un entusiasmo excesivo; en particular, que se utilice como inversión y no solo para realizar pagos. Les preocupa que, si los consumidores pueden convertir sus depósitos bancarios en CBDC con rapidez, en lugar de tener que retirar dinero en efectivo, las entidades estén más expuestas al riesgo de pánicos bancarios. Y si los consumidores tienen una parte mayor de sus ahorros en CBDC y menos en depósitos bancarios, los bancos necesitarán una financiación mayorista más cara para conceder préstamos a los clientes. Eso aumentaría el coste de la financiación para los hogares y las empresas. Para resolver este problema, las CBDC necesitarían límites —por ejemplo, una cantidad máxima por individuo o unos tipos de interés poco atractivos— que permitieran reducir los riesgos para los bancos privados. Pero eso disminuirá su atractivo para los usuarios: los servicios de pago actuales no suelen tener esas limitaciones.

Es decir, los objetivos fundamentales de una CBDC son imposibles de alcanzar a menos que esté “disponible en todas partes” y pueda arrebatar cuota de mercado a los pagos con tarjeta actuales. Pero las CBDC tendrán dificultades para competir.

Para empezar, hay que pensar en el precio: una CBDC debe resultar económicamente atractiva tanto para los consumidores como para los comerciantes minoristas. A algunos comerciantes sería posible convencerlos para que la acepten: muchos están preocupados por las comisiones de tarjetas de pago como Visa, MasterCard y American Express, a pesar de las reformas normativas de 2015 que las disminuyeron. Un estudio reciente en el Reino Unido ha revelado que los pequeños comerciantes pagan por aceptar tarjetas, por término medio, casi el 2% del valor total de una transacción por aceptar tarjetas. El dinero en efectivo tampoco resulta muy cómodo: hace que las transacciones sean más lentas, implica el peligro de robos o pérdidas y los comerciantes deben pagar más por depositar y manejar efectivo a medida que se usa menos. Una CBDC podría ser más conveniente: tan barata como el dinero en efectivo y tan rápida y segura de usar como los pagos electrónicos.

Pero los intentos de crear alternativas más baratas no están teniendo mucho éxito. El último intento de Europa de crear una red paneuropea de tarjetas de bajo coste, la llamada Iniciativa Europea de Pagos, no consiguió crear un modelo de negocio viable por motivos previsibles. El problema es que ser barato para los minoristas no garantiza el éxito. Pensemos en el número de comercios que han dejado de manejar efectivo y solo aceptan pagos con tarjeta, a pesar de que, éstas pueden seguir siendo más caras para los comerciantes que el dinero en efectivo. Aceptar varios tipos de métodos de pago resulta caro y complejo. Prefieren un medio de pago casi universal, como Visa o MasterCard, del que disponen casi todos los consumidores. La introducción de una CBDC iría en contra de esa tendencia. La mayoría de las CBDC no utilizarán la infraestructura de tarjetas existente, porque así no mejoraría la capacidad de resistencia y las CBDC no serían tan diferentes. De modo que habría que exigir a los minoristas que invirtieran en aceptar una nueva forma de pago con una demanda incierta y en un momento en el que muchos minoristas preferirían simplificar sus opciones.

Es posible que, para tratar de resolver este dilema, los legisladores quieran cambiar las leyes de modo que una CBDC tenga el estatus de moneda de curso legal. Eso le daría más legitimidad, puesto que hoy solo son de curso legal los billetes y las monedas. Sin embargo, las connotaciones legales de ser una moneda de curso legal son ambiguas. Solo hay un puñado de Estados miembros de la UE que obliguen a los minoristas a aceptar dinero de curso legal. En la mayor parte de Europa, hoy en día, los comerciantes son libres de rechazar billetes y monedas, y podrían hacer lo mismo con una CBDC. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea admite que incluso las administraciones públicas puedan rechazar el dinero en efectivo si existen razones de peso, como el hecho de que los pagos electrónicos son más eficaces.

Incluso aunque los minoristas aceptaran pagos con CBDC, eso solo resolvería la mitad del problema. Atraer a los consumidores es más difícil. Como ya he explicado, cuando los consumidores pagan con tarjeta, no solo obtienen un servicio de pago sin coste alguno, sino que tienen otros beneficios como la protección frente a la responsabilidad por fraude, además de posibles ofertas descuentos de devolución de dinero y acumulación de puntos por cada compra. Esas ventajas se financian indirectamente con las comisiones que pagan los comerciantes cuando aceptan un pago con tarjeta. En la mayoría de los casos, las leyes de la UE prohíben a los comerciantes que impongan un recargo a los consumidores que pagan con tarjeta. Pero, incluso cuando el recargo está permitido, muchos minoristas no quieren hacerlo por miedo a molestar a los consumidores. Como consecuencia, los consumidores tienen fuertes incentivos para pagar con tarjeta, aunque suponga un mayor coste para el minorista.

Por tanto, los bancos centrales se equivocan al pensar que una CBDC podría tener éxito sencillamente por ser de bajo coste o de curso legal. Las CBDC tendrían que ofrecer también a los consumidores más ventajas que las opciones de pago tradicionales; por ejemplo, atraer a los usuarios con descuentos. Pero eso implica bien subvencionar el sistema con fondos públicos —lo que iría contra la obligación del BCE de respetar una “economía de mercado abierto y con libre competencia”—, bien imponer a los comercios comisiones más altas que las que pagan en la actualidad.

Otras posibles ventajas económicas para los consumidores tampoco surtirán el efecto deseado. Una posibilidad es ofrecer un tipo de interés favorable sobre los depósitos. Pero es posible que las cuentas en CBDC tengan legalmente prohibido acumular intereses en la UE. Y, aunque pudieran hacerlo, mantener un tipo de interés suficientemente alto como para sostener el uso de la CBDC podría muy bien entrar en conflicto con los objetivos de política monetaria de un banco central y con la necesidad de garantizar que los consumidores sigan teniendo incentivos para utilizar los depósitos bancarios privados. En cualquier caso, unos tipos de interés atractivos animarían a los consumidores, sobre todo, a utilizar la CBDC como vehículo de inversión y no como opción de pago, que es lo que pretenden los bancos centrales.

Si un banco central no puede ofrecer a los consumidores recompensas monetarias por utilizar una CBDC, quizá a los consumidores les atraiga una CBDC minorista, por motivos de privacidad. Los bancos centrales no tienen incentivos para explotar los datos de las transacciones personales. Y sería posible diseñar una CBDC que permita que esas pequeñas transacciones personales se hagan sin conectarse a la red ni informar sobre ellas a un libro de contabilidad centralizado, por lo que serían más privadas que las transacciones electrónicas actuales.

Pero es poco probable que la privacidad sea un rasgo convincente. El BCE ha descartado el anonimato. Parece inevitable: los bancos centrales deben impedir que sus CBDC se utilicen para el blanqueo de dinero o la financiación del terrorismo. La fijación de límites a los importes que los usuarios puedan tener en CBDC también será fundamental para proteger la estabilidad bancaria, pero las cuentas múltiples permitirían eludirlos. De modo que los usuarios tendrán que identificarse ante los bancos privados que distribuyan las CBDC. Pero eso significa que los consumidores tendrían que confiar sin más en que las transacciones son tan privadas como los bancos dicen que son. Es poco probable que eso convenza a los consumidores que hoy utilizan alegremente las tarjetas, y tampoco parece que satisfaga a los usuarios preocupados por la privacidad que siguen utilizando el efectivo porque sí garantiza el anonimato.

Por último, una de las cosas que se prometen de las CBDC es que harán que haya más competencia e innovación. Al BCE, por ejemplo, le preocupa que “determinados segmentos del mercado de pagos estén dominados por solo unos cuantos operadores mundiales”. Quiere que el diseño de su CBDC sea abierto y dé a los desarrolladores libertad para añadir funciones al sistema básico. Esa sería una gran diferencia con los sistemas de pago privados actuales, cuyos propietarios cuyas partes interesadas se benefician del statu quo y pueden no ser receptivos a ninguna innovación disruptiva.

Este argumento tiene cierto sentido, pero conviene tener cuidado. Los operadores de las actuales redes de pago centralizadas son guardianes: ellos deciden qué innovaciones se permiten. Las CBDC facilitarán la innovación si no se basan exclusivamente en modelos de negocio también centralizados. Por ejemplo, una CBDC que incorpore una tecnología descentralizada como la cadena de bloques podría ofrecer ciertas ventajas que los servicios actuales no dan —por ejemplo, más medidas para proteger la privacidad, pagos preprogramados, entre otras— y tendría más capacidad de trastocar el mercado de pagos. Pero no sabemos si los bancos centrales estarán preparados para adoptar una tecnología tan innovadora, ni si deben hacerlo: el sector privado, con la debida supervisión reguladora, puede estar en mejor situación para probar cuál es la manera de que estas tecnologías beneficien más a los consumidores. Además, la estructura centralizada de las redes de tarjetas actuales también ofrece ventajas en materia de innovación, puesto que los operadores pueden “escoger lo mejor” y organizar la adopción coordinada de nuevas innovaciones en todo el sistema de pagos, mientras que a los sistemas descentralizados les puede resultar más difícil. Si una plataforma CBDC abierta permitiera a cualquier desarrollador añadir sus propias funciones, habría un sistema “básico” —que carecería de muchas de las ventajas de los pagos con tarjeta actuales— y un número desconcertante de añadidos de distintos desarrolladores. No está claro que los consumidores y los comercios estén dispuestos a lidiar con esa complejidad. Comparémoslo con las redes de tarjetas centralizadas, que permiten una diferenciación limitada —por ejemplo, los bancos ofrecen sus propios programas de puntos—, pero también exigen que todos los bancos participantes hagan ciertas innovaciones, con el fin de que los consumidores y los minoristas puedan confiar en la seguridad y las características de un pago con tarjeta.

La financiación de una nueva opción pública es difícil de conciliar con las reformas de los pagos al comercio minorista en Europa, que utilizan una estrategia distinta y más sensata para fomentar la competencia y la innovación. Las reformas pretenden abrir el mercado de los pagos a la nueva competencia del sector privado, supervisar las monedas digitales de dicho sector y regular las comisiones de las tarjetas para que los costes de los minoristas sigan siendo manejables mientras tanto. Pero aún quedan por resolver varios problemas políticos. En primer lugar, la UE debe decidir cómo mantener el equilibrio entre precios y competencia. Los minoristas quieren que las comisiones sean más bajas, pero eso puede limitar la innovación y dejar menos margen para que otros competidores más baratos entren en el mercado y lo perturben. Por ejemplo, en Estados Unidos, la subida de las comisiones de las tarjetas ha ayudado a financiar el desarrollo de las empresas de tecnología financiera, muchas de las cuales han empezado a desarrollar nuevos servicios que, con el tiempo, quizá acaben compitiendo con las propias tarjetas. En segundo lugar, Europa debe garantizar a los consumidores incentivos para elegir métodos de pago más baratos, lo que ayudaría a bajar el precio. Por ejemplo, si los minoristas tuvieran más capacidad de influir en la forma de pago de los consumidores, los europeos podrían empezar a utilizar métodos de pago más variados: tarjetas cuando necesiten sus ventajas exclusivas o alternativas más baratas en otros casos. En tercer lugar, la regulación debe garantizar que el sector privado responda a las necesidades de Europa. Por ejemplo, la regulación puede supervisar los sistemas de pago para garantizar que sean seguros y resistentes a los ciberataques y a las crisis financieras; y los reguladores pueden asegurar que, cada vez que los sistemas de pago mundiales operen en Europa, reflejen los valores europeos, como la protección de la privacidad de los usuarios.

A los bancos centrales les costará poner en marcha unas CBDC que se utilicen de forma generalizada. Quizá no ofrezcan a los consumidores las mismas ventajas que los servicios actuales; es poco probable que la privacidad sea un factor trascendental; y el sector privado sigue ofreciendo margen para la innovación. Si no tienen un uso generalizado, las CBDC serán un fracaso muy caro y no contribuirán a que los bancos centrales consigan sus objetivos. Para la UE, la regulación es una forma más sensata de abaratar los pagos y hacerlos más diversos, competitivos e innovadores. La UE no debe dejarse distraer con la perspectiva de un euro digital, que puede sonar impresionante y despertar entusiasmo, pero que daría a los europeos pocos beneficios de los que no puedan disfrutar ya.

El artículo original en inglés ha sido publicado en CER.